El ruido del paso del tren y su persistente bocina reactivó el conocimiento del apicultor luego de una ignorada cantidad de horas en las que estuvo aparentemente desvanecido.
Los
sistemas que comandan los sentidos del organismo intentaron darle a su
perturbado cerebro un panorama de la situación. Prevalecía el dolor, un intenso
dolor. Debajo de éste se acumulaban otras sensaciones secundarias que fue
identificando una a una.
Al
cuerpo entero, que involuntariamente quedó en una posición decúbito lateral
derecho, lo percibía rígido y congelado, siendo esto lo esperable debido al
contacto con el piso irregular y terroso de su propio galpón, donde estaba
tirado, abrazado por una absoluta oscuridad.
Sentía
entumecida y extremadamente pesada la cabeza. En el cuero cabelludo estimaba
que había heridas abiertas ya que detectaba el pelo endurecido y húmedo en
sectores desde donde, de a ratos, fluían latidos dolorosos. Intuía todo eso, ya
que no podía tocarse.
El
brazo izquierdo, al menos desde el hombro hasta su sector medio, lo advertía
reposando apoyado normalmente sobre el perfil de su cuerpo, pero una señal
desconocida, un sentir indescifrable, le indicaba cierta anomalía en la parte
baja a partir del codo, a la que notaba colgando hacia atrás, sobre la espalda,
doblada en el sentido opuesto al que puede doblarse esa articulación en forma
natural, salvo, claro está, por la aplicación de una fuerza extrema o un
traumatismo violento. A pesar de ello, envió dos o tres veces la orden cerebral
de intentar moverlo, de las cuales solo obtuvo punzadas dolorosas profundas.
El
brazo derecho le parecía íntegro, pero había quedado bajo el peso de su propio
cuerpo, transformándolo en una barra rígida que parecía estar desconectada de
él.
A
las extremidades inferiores las detectó tiesas, lejanas, ajenas, inmanejables,
pero, al parecer, sin heridas.
Desorientado,
se empeñó en discernir cuánto tiempo hacía que estaba allí. Lo inundaba una sensación
imprecisa de que el tiempo transcurría y no podía registrarlo. Algo le decía
que su ser fluctuaba entre períodos de duración desconocida donde se adormecía,
se despertaba, se adormecía, se despertaba.
En
cada adormecer su mente era invadida por sueños complejos que desparramaban
imágenes presentes y antiguas, reales e imaginarias, estáticas y animadas,
entreveradas; aparecidas desde un punto profundo y luminoso del interior de la
cabeza y que buscaban salir a través de los párpados cerrados, como un lahar
inquieto, lleno de recuerdos, de palabras a decir, de perdones a pedir; un
lahar desesperado, que todo lo quema al pasar, procurando llegar a un mar
amplio, sereno, libre de tempestades.
Luego
de varios despertares confusos, comenzó a dedicarle un rato inmediato a cada
uno de ellos para verificar si seguía vivo o si ya había fallecido, y, por
ende, si esto último había sucedido, tener la certeza que en ese preciso
momento estaría viviendo, -o mejor dicho muriendo-, los acontecimientos que
inician al fenecer y que solo algunos pocos afortunados habían tenido la suerte
de atestiguar en algún que otro libro, revista o programa de televisión, luego
de afirmar, sin mayor prueba que sus palabras, que habían revivido.
Todos
coincidían que una luz blanca y potente brillaba en el extremo opuesto de un
túnel y los atraía con una fuerza invisible e inusual. Para ello, para
comprobar si alguna de esas luces vistas en los períodos de adormecimiento era,
al fin, la muerte, probó y descartó varios métodos en cada aparente despertar.
El
primero que desechó fue el de la visión. En el caso de que hubiera podido
abrirlos, sus ojos tendrían cierta dificultad para recabar indicios que dieran
fe de su estado de vida, ya que estaba inmerso en la negrura de la habitación
más descuidada de su casa ubicada en las cercanías de Saldungaray.
En
ese recinto había poco mobiliario. Solo una estantería destartalada donde
acumulaba herramientas oxidadas junto a la caja medio desfondada y polvorienta
de las fotos familiares. También, desparramados en el piso, uno al lado del
otro, se llenaban de telarañas un sinnúmero de trastos viejos e inútiles que
generalmente se acumulan en cualquier vivienda.
Arriba,
colgados de las vigas, permanecían los ganchos vacíos donde ponían a secar los
chorizos caseros que elaboraban con su esposa todos los años, en julio, cuando
aún vivía, siendo ésta la causa de que las ventanas estuvieran puntillosamente
obturadas, ya que debían prevenir que ningún rayo de sol afectara la calidad de
los embutidos.
El
segundo procedimiento que tuvo que excluir fue el de la escucha. Lo hizo ya que
se le dificultaba determinar si las voces de los hombres y otros ruidos que le
llegaban a los oídos desde ambientes cercanos estaban sucediendo en ese mismo
momento o eran solo un engaño más de su mente extraviada, confundida, que no se
cansaba de parir imaginaciones que incluían, también sonidos.
Los
diálogos que a veces escuchaba con tonos elevados y tensos le parecían reales,
pero se entremezclaban con otras conversaciones mantenidas con sus hijos cuando
aún venían a verlo luego de enviudar. Prevalecía una animación cíclica en la
que se veía él mismo diciéndoles en tercera persona: “¡che!, ¡cada vez más
salteadas las visitas al viejo!, guarda que en cualquier momento le sale el
pleno en la ruleta de Salamone y para verlo van a tener que ir al cementerio.
¡Pasen nomás, ni golpeen, ahí lo estará esperando junto la vieja!”.
Luego
de los intentos fallidos de la vista y el oído, se convenció que lo más eficaz
era intentar moverse, ya que al hacerlo el dolor que lo recorría era muy
intenso, aún más que el producido por la descarga eléctrica que la vieja
heladera alguna vez le dio. Tal situación de tormento lo alejaba del
pensamiento de que estaba muerto. “A los finados no les duele nada” pensó, y
con esa simple deducción, dio por cerrado ese ciclo investigativo, para, un
lapso de tiempo después, iniciar otro.
Es
que el apicultor, aunque flotaba en un agitado mar de confusión, pudo
determinar que no se encontraba en sus cabales. El reloj interno de su cuerpo
arruinado ya no era confiable y lo desesperaba no poder ubicarse temporalmente.
La pregunta de cuánto tiempo hacía que estaba allí lo recorría incansablemente.
Por
alguna causa desconocida se instaló en su pensamiento la duda sobre el tren y
su persistente bocina que hacía un rato lo había reanimado. Desconfiaba del
paso de ese tren. ¿Pasó realmente o tan solo fue un engaño de su mente
perturbada? ¿Sería el de la tarde? Quizás había pasado hacía pocos minutos. O
tal vez horas. O tal vez había pasado ayer. “Seguramente fue uno de carga”,
pensó no del todo convencido. Circulaban todos los días menos los sábados y los
domingos. Uno a la mañana y otro a la tarde, llevando contenedores y tolvas
pedreras entre Bahía Blanca y Olavarría.
Consolidó
su pensamiento por la parsimonia de los tacatac tacatac producidos al pasar las
ruedas sobre las uniones de los descuidados rieles. Cada tacatac tacatac que
escuchaba era un vagón que pasaba frente a su casa. Los trenes de pasajeros
tienen a lo sumo diez vagones y al qué pasó le pareció contar unos cincuenta, o
tal vez sesenta, no estaba seguro de la cantidad de vagones, pero sí lo estaba
en que era de carga; se lo dijo una y otra vez a sí mismo, hasta que, en un
instante de presunta cordura, se preocupó profundamente por el estado de su
cerebro al darse cuenta que ese análisis de los trenes fue un sinsentido, ya
que recordó, decepcionado, que el de pasajeros no corría desde mediados del año
2016, luego de ser clausurado por el desgobierno de turno justificándose en la
desatención y falta de mantenimiento de otros desgobiernos anteriores.
Ignoraba
el porqué de esa confusión. Tal vez el traumatismo de cráneo lo estaba llevando
de acá para allá entre el pasado y el presente sin dejarlo discernir entre lo
real y lo imaginario. Pero no estaba seguro.
Buscó
en su mente alguna señal, algún indicio concreto, creíble, que lo ubique
temporalmente. Lo pudo hacer al recordar las hojas impresas del diario digital
obtenidas en la librería del pueblo hacía una veintena de días. Las tenía
presentes ya que las leía detenidamente cada mañana mientras mateaba. El
artículo informativo estaba fechado el 4 de enero de 2033.
Éste
logro le permitió sentir una leve satisfacción que se diluyó rápidamente hacia
una intensa decepción, al darse cuenta de que habían pasado diecisiete años
desde que circuló el último tren de pasajeros y no podía entender cómo su
mente, seguramente dañada por las lesiones recibidas, por momentos representaba
la imagen de ese servicio aún funcionando y la mezclaba con un recuerdo intenso
de la vida que fluía en la Estación de Sierra de la Ventana del ramal Vía
Pringles en esa época.
Rememoró
que la mayoría de los viajeros llegaban mucho tiempo antes del arribo del tren
nocturno hacia Plaza Constitución. Hasta una hora previa al momento anhelado ya
se los veía por el andén de la estación ubicando sus equipajes sobre el piso de
piedra laja azulada. Los niños preocupaban a sus madres y a sus padres al
asomarse repetidamente a la vía mirando impacientes hacia el sur. En un
murmullo tumultuoso que flotaba sobre la estación se entreveraban
conversaciones, gritos, recuerdos, cuidados y agradecimientos. Las lágrimas
caían inevitables en el último abrazo movilizado por el silbato de la
locomotora al recorrer, oculta, la curva previa revestida de álamos que se
iluminaba como un amanecer.
Al
arribar el tren se desencadenaba una nueva ola inmensa de emociones. Quienes
esperaban la llegada de algún familiar, algún amigo o algún amor, seguían
atentamente el paso lento de las ventanillas mientras se iba frenando la
formación, para comenzar a trotar sonrientes y saludar felices al encontrar la
mirada esperada detrás del vidrio. Entre cinco y diez minutos duraba el
torbellino frenético de personas, bolsos y valijas; bajando y subiendo. Otro
abrazo rápido, otro beso fugaz, otra lágrima triste y otra feliz. De nuevo el
silbato de la locomotora, el acelerar de sus motores y un instante después,
mientras el último vagón atravesaba el Puente Negro sobre el Río Sauce Grande
para perderse en la curva ascendente hacia Peralta, el silencio se adueñaba
nuevamente del andén vacío y las lechucitas del terraplén volvían a salir de
sus madrigueras.
El
último recuerdo lo mantuvo ensimismado hasta que desapareció tan
inexplicablemente como había llegado. Luego volvió a perturbarse profundamente
ante los segundos, los minutos y las horas que pasaban sin que pudiera dimensionarlos.
De
repente le llegaron nuevos estímulos que venían del exterior y se volvió a
esforzar para intentar interpretarlos, tamizarlos, separando lo real de lo
imaginario para lograr ubicarse temporalmente.
Comenzó
a pensar que estaba transcurriendo la tardecita cuando el olor de la quema del
basural a cielo abierto del camino vecinal empezó a sentirse en el aire como
todos los días hábiles de la semana. Siempre sucedía después de la descarga del
último camión, donde los desahuciados buscadores de metales iniciaban fogatas
entre los residuos para obtener la mísera recompensa al caer el sol.
Al
escuchar la sirena corta de los bomberos voluntarios de Sierra de la Ventana se
estremeció. Era martes. Solo los martes sonaba así, breve, única, convocando a
los integrantes del cuartel a la reunión semanal. Entonces hacía un día y medio
que estaba tirado allí, aterido, lastimado, milagrosamente vivo.
Entonces
hacía un día y medio desde que había escondido, con mucho esfuerzo y trabajo,
las colmenas en el cerro.
Entonces
hacía un día y medio desde que había puesto en marcha la decisión de excluir, a
partir de ese momento, las conductas amables, las actitudes correctas y el
posicionamiento mediador anti conflictivo que lo caracterizaba.
Entonces
hacía un día y medio desde que se había prometido ya no ofrecer la otra
mejilla; prohibiéndose aplicar “lo cortés no quita lo valiente”;
fortaleciéndose para superar los miedos a las represalias; y convenciéndose de
que ya no permitiría recibir ninguna humillación más.
Hacía
un día y medio desde que había decidido mandar todo a la mierda y decir: -¡mis
colmenas no serán de ellos!-.
Pensó
que tal vez hubiera sido necesario mandar a la mierda hace rato a varias
personas u organismos que se le cruzaron por su vida.
Aunque
dentro de sí hubo siempre un fuego que emanaba alguna chispa de descontento
cuando era blanco de actitudes negativas u ofensivas, no contenía la suficiente
energía para reaccionar fuera de los límites que las actitudes correctas le
imponían, dejando entonces que las humillaciones se fueran acumulando en su
interior en un espacio que con el paso de los años resultó insuficiente y
simplemente se colmó.
Hasta
el momento en que ese fuego desacatado comenzó a crecer, consideraba a las
humillaciones recibidas no como tales, sino como eventos desafortunados que se
le habían presentado a lo largo de los años de su vida y sencillamente los
había aceptado. Algo así como el precio que hay que pagar por la realidad que
le toca a uno transitar agachando la cabeza: los helados que no pudo comprar en
la escuela primaria; ser el único al que la maestra le regala el libro que el
resto de la clase pudo pagar; las mismas zapatillas, siempre de cuero, negras,
duras; la misma pilcha, siempre amplia, simple, barata; decirle “Señor” y “Señora”
a quienes su mamá le fregaba los pisos limpios y lavaba su ropa numerosa y
colorida; la hiperinflación; las deudas; los gobernantes; las devaluaciones;
los impuestos; algunos compañeros de trabajo; algunos superiores; algunos
familiares; la obra social; el sindicato; el banco; el organismo de previsión
social.
En
un momento sintió en la boca, además de la sangre seca y algunas partes de los
dientes que no pudo escupir, el sabor amargo de una bronca intensa, una
decepción terrible, al instalarse en su cabeza el pensamiento de que se había
confiado, descuidado, dormido. Subestimó a la multinacional. No pensó que
implementarían tan rápido los métodos extremos que aplicaron sobre él. Durante
un tiempo de aparente victoria, había esquivado trabajosamente todos los acosos
legales y políticos. En ese lapso enviaron, para convencerlo, a policías de
variados escalafones, gestores, abogados, escríbanos, concejales, el juez de
paz, el cura y hasta el propio intendente.
En
cada embate les firmó en disconformidad y rechazó todas las citaciones, actas,
telegramas, solicitudes de allanamientos y permisos de requisa que le
presentaron para acceder al apiario y fumigarlo.
Con
el transcurso de los acontecimientos, el apicultor fue detectando un sutil pero
constante incremento de malos tratos propiciados hacia él por los
interlocutores enviados desde la empresa, y, sabiendo que Syngente jamás daría
por perdida la guerra, comenzó a pensar un plan B, una salida alternativa.
Ya
con el pleno convencimiento de que tarde o temprano, al agotar los artilugios
digamos, civilizados, la compañía transnacional volvería nuevamente por él y
por su colmenar, con otro tipo de estrategias, más duras, más contundentes, es
que planeó lo que planeó, para que al fin, cuando llegara ese momento, las
abejas y su persona ya estarían a salvo, en otro lugar, lejos de allí.
Casi
todas las partes del plan se habían cumplido exitosamente. Eligió un buen lugar
para ocultar las colmenas en una quebrada más chica que grande en el Cerro
Blanco, en su ladera que mira hacia el este. En ese lugar descansaba cuando de
chico recorría aguas arriba el arroyo San Bernardo, buscando chapuzones
refrescantes en los piletones cercanos a su naciente en el Cerro Tres Picos.
El
espacio breve, acotado, presentaba un sector llano que no se veía desde la
lejanía al estar bloqueado por formaciones rocosas de formas caprichosas y una
frondosa población de cola de zorro. En su parte posterior se elevaban paredes
de rocas blanquecinas que lo protegían del viento frecuente del noroeste.
Pacientemente
y con mucho esfuerzo, envolvió con una vieja sábana de a una por vez las
colmenas y las cargó por un sendero de unos ciento cincuenta metros,
prácticamente inexistente, olvidado, desde la oxidada tranquera donde terminaba
el antiguo camino a la cantera hasta el pequeño terreno pedregoso en el cual
ubicó apretadamente, una junto a otra, las diez cámaras de cría que llevó bien
temprano, antes del amanecer, minutos previos al momento mágico donde las
abejas, movilizadas por el llamado silencioso del día y del sol, comienzan a
volar en busca de néctar, polen, agua y propóleos, cumpliendo así la milagrosa
tarea de polinizar cientos de especies vegetales de las que luego obtendrán
alimentos otros cientos de especies, entre ellas, los humanos.
Pero,
casi al final de todo lo planificado, algo salió mal. Al volver a su casa a
buscar las pertenencias básicas para desaparecer por un tiempo, se encontró con
dos matones encapuchados y con el cañón del revólver que empuñaba uno de ellos
apuntándole a la cabeza.
Escondieron
el auto atrás, así que entró confiado. Lo esperaron cómodamente sentados en el
comedor y degustando variados alimentos que sustrajeron de su alacena. El mate
sobre la mesa con la yerba húmeda y oscura le indicó que matearon y comieron de
lo lindo para matar el tiempo y el hambre. El primer plato fue un salame picado
grueso y pan casero de los cuales quedaban nada más que los hilos, la tripa
seca y las migas entreveradas con pedacitos de la corteza.
En
el momento de su llegada ya estaban degustando el segundo plato: maníes con
cáscara y olivas negras, siendo ambos productos empujados al estómago con la
ginebra que el apicultor guardaba obsesivamente para ocasiones especiales que
nunca sucedían.
Por
un instante no analizó la gravedad del asunto, y, en vez de recurrir al miedo
como emoción protagonista, dejó fluir primero cierta frustración al ver a sus
dos perros bravos, rápidos cazadores, mordedores compulsivos, temibles
guardianes, echados dócilmente a los pies de quienes, unos minutos después,
comenzarían a ocuparse salvajemente de él, para dejarlo luego tirado en el
galpón, donde permanecería por varios días, envuelto en la oscuridad, el frío y
el dolor.
Los
dos canes ni movieron la cola al verlo, solo atinaron a levantar levemente la
cabeza por un instante para volverla a bajar de inmediato cuando el más cercano
de los hombres golpeó levemente el piso con el pie mientras los miraba
fijamente, demostrando una absoluta autoridad sobre los animales que
desconocieron totalmente a su ahora, ex amo. En ese movimiento, uno de ellos
detectó algunos mendrugos que habían quedado bajo su cabeza y los engulló con
una rápida lamida sobre el piso. El apicultor, algo anonadado, luego de un
lapso breve de silencio, intentó reprocharles esa conducta desleal a los
perros, pero un fuerte e inesperado culatazo lo dejó sin palabras y sin
conocimiento.
Los
tipos en el comedor hablaban en voz alta y discutían fuerte, arrastraban las
sillas, golpeaban la mesa, se insultaban; dando la sensación que su estado de
violencia permanente estaba aún más exacerbado que lo normal; tal vez por la
ginebra. Por momentos parecía que se tomarían a golpes. Al parecer no les
preocupaba en absoluto de que los escuchara el apicultor, como si estuvieran
seguros de que no podría este buen hombre repetir a nadie, a ninguna persona,
nunca jamás, lo que hablaban. Por momentos usaban palabras clásicas del
ambiente marginal y en otros de la jerga policial. Y eso era realmente bastante
preocupante, sabiendo que ambos oficios y sus correspondientes lenguajes tienen
múltiples puntos en común. -El natalia natalia no canta turco, alto ablande le
apliqué, pero no canta-.
Y
el matón hablaba con conocimiento de causa, ya que la última golpiza había sido
brutal. Las otras también lo fueron, pero en ésta, ante otro frustrado intento
de que le indicara donde ocultó las colmenas, lo golpeó con un pedazo de madera
que encontró en un rincón del galpón directamente sobre el último ojo que le
quedaba medianamente sano, el derecho. A partir de allí sólo distinguió trazos
indefinidos con él, sombras recurrentes rojizas que se movían enloquecidas y
desaparecían como el sol en los atardeceres detrás de los cerros, ocasos que
tanto disfrutaba cuando recorría el colmenar. Pensó, “qué imbécil, por algo
está donde está. Cómo pretende que indique lugares en un mapa si durante horas
estuvo deformándome el rostro a puros golpes, primero con las manos abiertas,
luego con los puños y por último con objetos contundentes”.
Del
ojo izquierdo hacía rato que no percibía imágenes, ni una tenue luz. Del
derecho tenía, hasta ese momento, alguna esperanza de no perderlo; pero el
maderazo fue certero, le dio de lleno con uno de los cantos de la madera y
sintió que algo estallaba dentro. “Que incompetente”, volvió a reflexionar para
sí, “ya no tendrá esa información de mí, imposible”. Por un momento fantaseó,
inocentemente, que quién lo contrató había desperdiciado su dinero. Siempre fue
un ingenuo. La gente de las multinacionales nunca desperdicia su dinero, menos
aún para estos menesteres, para los cuales, generalmente, no usan el suyo.
Durante
la última discusión escuchó, en la voz del mismo hombre que le reventó el ojo,
preguntarle enojado al que parecía superior, quién era este ñato que tanto
trabajo les estaba dando, -¡sí parece un croto, un cuatro de copas!-.
-¿Desde
cuándo preguntan los pirinchos?-, sentenció el jefe con cierta burla, haciendo
una pausa y agregando de inmediato, -¡los pirinchos reciben el trabajo,
ejecutan y se olvidan! ¡No importa si es un ricachón o un tirado como éste!-.
Al
escuchar el apicultor el diálogo primitivo de los matones, no pudo dejar de
pensar, que si hubiera podido abrir la boca, les habría explicado de buena gana
la situación.
Les
habría dicho que, por incompetencia en el mantenimiento del registro de
apicultores del municipio, su nombre aún permanecía en él, a pesar de que hacía
dos años que había presentado el formulario correspondiente para solicitar la
baja.
Hubiera
agregado que en dicho documento extraviado en la brisa invisible de la
burocracia explicitaba, con carácter de declaración jurada, que ya no tenía
doscientas cincuenta colmenas, las cuales vendió por la imposibilidad de
continuar trabajando con ellas por ciertos adelantos de fragilidad que la salud
de su cuerpo le fue anunciando al llegar a los sesenta y cuatro años,
quedándose entonces, solo con diez, una cantidad adecuada para obtener los
nobles productos melarios a una escala familiar, para consumo propio.
Imaginó
entonces, acatando un pensamiento altamente optimista y profundamente iluso,
que los tahúres, luego de esas palabras, estando movilizada su curiosidad y el
instinto de aprendizaje civilizado, continuarían con las preguntas: -¿Y por qué
quieren encontrar sus colmenas? ¿A qué se refieren con fumigarlas?
Si
pudiera hablar les diría, antes de contestar esas dudas, que coincidía
totalmente con la opinión formulada por ellos en la discusión previa, ya que
con una rápida mirada sobre su persona y el lugar descuidado y desordenado, se
detectaba que estaba en una situación personal muy deteriorada, a la que ellos
comparaban con “un croto, un cuatro de copas, un tirado”.
Es
que en los últimos años, este buen hombre, el apicultor, comenzó una debacle
anímica que inició con el fallecimiento de su esposa, se profundizó con los
cíclicos períodos negativos de vaivenes económicos y se expandió como una nube
negra sobre todo su ser ante el hostigamiento por el colmenar. Así su carácter
se fue enrareciendo hasta, sin quererlo, generar el alejamiento de sus afectos
y amistades, entre ellos los hijos y sus nietos, que ya, ni de vez en cuando,
venían a verlo o lo llamaban.
Por
la inflamación de la boca intentó, pero no pudo, reír levemente, al caer en la
cuenta de que sus noches normales, previas a la violenta jornada, venían
paulatinamente presentando inestabilidades similares a las producidas por la
terrible golpiza, no en el mismo grado de saña e intensidad pero parecidas:
períodos cortos de sueño, actividad interminable de pensamientos, voces,
imágenes, recuerdos tristes, dolor de panza intenso, agudo, intermitente y la
pregunta constante de para qué seguir así.
Si
hubiera podido hablar, y si los delincuentes hubieran formulado realmente esas
preguntas, les habría sugerido que lean la hoja impresa que asomaba de la
carpeta negra donde guardaba informaciones y noticias relacionadas con la
apicultura. Allí estaban todas las respuestas a todas las preguntas que nunca
hubieran hecho estos primitivos seres. A simple vista podía leerse el título
resaltado con letras de mayor tamaño y negrita del artículo impreso bajado de
uno de los diarios digitales locales:
Sierra de Ventana, 04 de enero
de 2033.
Colmenas rebeldes.
Un apicultor ventanense se
opone a que sus colmenas sean fumigadas.
Desde la aprobación del girasol
"Androxfértil", la multinacional Syngente, con el incondicional apoyo
del Ministerio de la Abundancia, continúa avanzando a paso firme en la
fumigación con ShieldBee a los colmenares de la zona núcleo que abarca las
provincias centrales del territorio argentino. El objetivo es impedir que las
abejas se acerquen a sus cultivos y contaminen con polen natural el proceso de
fertilización del girasol, el cual, ahora, es totalmente artificial y autónomo,
no requiriendo polinización entomófila, siendo esto entonces un hecho indeseado
que afecta notoriamente la producción y por lo tanto se hace prioritariamente
necesario evitar. Según la empresa, este evento transgénico asegura una mayor
calidad y cantidad de producto a cosechar, lo cual contribuirá a resolver la
falta de alimento en el mundo.
El gas ShieldBee que se fumiga
dentro de las colmenas a través de sus piqueras, produce un cambio hormonal en
las reinas -y por ende en toda su descendencia- que genera un comportamiento de
no acercamiento a los girasoles de la nueva variedad genética, sin afectar
significativamente la tarea de polinización de otras especies vegetales, tal lo
reflejan los resultados de minuciosos estudios de laboratorio realizados por el
cuerpo de científicos e investigadores de la empresa.
Las organizaciones apícolas se
opusieron duramente a la medida y presentaron reclamos judiciales en las
distintas instancias hasta llegar a la Suprema Corte de Justicia, obteniendo
sentencias desfavorables en todos. A raíz de ello, han elevado su reclamo a la
Corte Internacional de Justicia, la cual aún no ha dictaminado sentencia.
Desde el Ministerio de la
Abundancia informaron que dentro de 45 días vence el plazo de la intimación
realizada a dichas organizaciones para que acepten las condiciones del nuevo
evento transgénico y permitan la aplicación del gas en las colmenas de sus
asociados, so pena de perder las habilitaciones y permisos de comercialización
y exportación de miel.
Por otro lado, el vocero
oficial de la Policía del Pensamiento dejó trascender que en las últimas
semanas han sido informados sobre el surgimiento en diversos puntos del país de
pequeños grupos apicultores rebeldes que habrían decidido no acatar la medida y
estarían trabajando clandestinamente con sus apiarios, a los cuales, aclararon,
combatirán con todo el peso de la ley.
Continúa en la página 2.
La
puerta que comunica al comedor se abrió de golpe y la luz de la lámpara, al
ingresar veloz en la oscuridad plena del galpón, iluminó el cuerpo inerte del
hombre que se sacudió leve y dolorosamente ante la sorpresiva pero esperada
situación. -Vení gil-, dijo uno de los matones mientras lo tomaba de los
brazos, a la altura de las muñecas, para arrastrarlo hasta el auto que esperaba
afuera. El movimiento de los brazos estirados hacia atrás lo sumergió en un
dolor tan profundo que sintió por un momento que perdería el conocimiento
nuevamente, pero resistió. A través de los párpados cerrados involuntariamente,
bloqueados por la hinchazón de las contusiones, le pareció ver cierta claridad
que atravesaba la delgada piel que los conforma. Sintió los ruidos apagados de
sus articulaciones al estirarse al máximo. Padeció nuevos golpes en su cabeza
al atravesar los desniveles de las puertas que volvieron a producir hemorragias
en las heridas recientes. Cuando lo arrojaron dentro del baúl percibió, junto a
un intenso olor a nafta, la humedad tibia de la sangre sobre la cara.
Apresurados
por la puesta del sol que ya estaba ocurriendo, y sin mostrar ninguna
contemplación por el frágil estado de salud del apicultor, transitaron con una
velocidad excesiva el camino rural hacia el punto indicado en el mapa
satelital, luego de obtener la ubicación en el historial de rutas de su
teléfono celular que había quedado en la guantera de la vieja camioneta, donde
siempre andaban dando vueltas abejas atraídas por los restos de miel y cera que
quedaban en el piso de la caja. Al aparato lo encontraron al hacerlo sonar
varias veces luego de marcar el número que les había sido facilitado por los
autores intelectuales junto con otros datos necesarios para el cruento trabajo.
Renegaron un rato con la contraseña de cuatro dígitos hasta que descubrieron
que estaba escrita en un papelito borroso entre la vieja funda y la tapa
trasera del aparato.
Entre
dolorosos sacudones y golpes al chocar con los interiores del baúl, el hombre
pudo oír por momentos la clásica voz artificial con acento español del GPS dar
las indicaciones a los malvivientes para llegar al lugar. Cuando el auto
disminuyó la velocidad y escuchó "a cincuenta metros encontrará su lugar
de destino" extendió hacia arriba el brazo menos dañado con un esfuerzo
sobrehumano y se tomó de uno de los refuerzos internos de chapa de la tapa para
dificultar su apertura y resistir lo que venía.
La
reacción de supervivencia fue resuelta sin dificultades por los delincuentes
que en un santiamén abrieron el baúl sumando sus fuerzas. Como reprimenda,
aprovechando que lo tenían servido en bandeja, acostado y totalmente indefenso,
le aplicaron otra dosis de golpes a discreción por todo el cuerpo, tratando de
impactar en lugares donde aún no lo habían hecho, pero también reforzando las
contusiones y cortes de golpizas anteriores hasta que, al no escuchar más
gemidos y detectar en sus propios puños que el cuerpo se había vuelto una masa
inerte, entendieron que continuar era un esfuerzo inútil ya que el apicultor
había perdido el conocimiento.
En
el siguiente despertar no hizo falta que realizara la prueba de vida, ya que,
inexplicablemente, el ojo derecho quedó levemente abierto a causa de la última
paliza, permitiendo que ingresara algo de luz del crepúsculo de la tarde.
Demoró unos segundos en hacer un precario foco de las imágenes cercanas
mientras pensaba en lo resistente que es el cuerpo humano. Lo primero que vio
fue la parte de atrás de la colmena roja, la brava. Si hubiera podido hablar,
les habría dicho a los matones: -¡no no, acá no, lejos de la roja!-.
Las
abejas de esa colmena siempre presentaron un sentido de territorialidad muy
marcado, excepcional.
Capturado
en un poste de alambrado sobre el camino que rodea al lago del embalse Paso de
las Piedras, este enjambre, al contrario de otros, desarrolló obreras que se
defendían con un énfasis poco frecuente en comparación a la conducta que
generalmente se encuentran en los apiarios de la zona. Las abejas integrantes
de esta colmena, la roja, reaccionaban enseguida, en numeroso grupo y con una
marcada belicosidad para defender el espacio donde viven.
Por
eso el apicultor, ahora tendido al lado, la había pintado de rojo, un rojo que
se podía ver claramente a la distancia y también en la cercanía íntima que su
cara lastimada mantenía casi tocando las maderas que él mismo acomodó sobre
ladrillos, para separarlas del piso y disminuir las posibilidades de que
insectos u otros animales no deseados ingresaran a la cámara de cría.
El
pequeño túnel algo sombrío formado por el piso de la colmena y los ladrillos de
apoyo le permitió, al igual que cuando uno mira a través de un caño o un tubo,
discernir, aunque sin demasiado detalle, la actividad frenética, nerviosa, desordenada,
que las abejas mantenían del otro lado, en la piquera, al percibir, con su
instinto milenario, una contundente amenaza para su subsistencia, representada,
por un lado, en el cuerpo del apicultor tirado detrás del nido, pero,
principalmente, en los otros dos humanos que a poca distancia realizaban
movimientos bruscos, desordenados y emitían sonidos de elevada potencia.
Uno gritó: -¡gil!, a vos y a tus abejas no los
vamos a fumigar, por el laburo que nos dieron se merecen mecha, ¡y mecha le
vamo’a dar!-.
Debido
al daño en la visión, no podía enfocar plenamente a media distancia, pero, ante
la amenaza escuchada, agudizó a más no poder el ojo que funcionaba mínimamente
hasta que vio, contrastando en la imagen grisácea y borrosa, la chispa inicial
de un encendedor que en dos o tres intentos después prendería la mecha de trapo
de una especie de bomba molotov creada rápidamente, ahí mismo, para aniquilar a
sus abejas y a él en un solo intento.
La
llama generada creció presurosa, y aunque fue pensada para destruir y borrar de
la faz de la tierra a una parte de sus seres, también, involuntariamente,
movilizó el gen de la supervivencia, de la rebeldía, la del hombre y sus
abejas.
Al
notar el apicultor que la flama, aún en la mano del sicario, comenzaba a
acercarse, empujó, con su brazo derecho, la colmena, la roja, mediante una
energía remanente, almacenada en repositorios profundos y desconocidos del
organismo, hasta hacerla volcar hacia adelante, lentamente, perdiendo primero
su techo a mitad de la trayectoria y luego, al impactar con el piso de piedra,
la entretapa, que aún no estaba completamente unida con propóleos al alza.
La
colmena, la roja, ahora totalmente abierta, con sus panales centrales colmados
de crías expuestos a la intemperie y a las amenazas, dirigió miles de abejas
obreras hacia los hombres que, estando ya prácticamente ubicados de frente a
ella, comenzaron a dar manotazos y gritos al encontrarse envueltos por la nube
zumbante de insectos y sus aguijones.
Con
el ojo que nuevamente empezaba a cerrarse, pudo ver, que el sujeto con la
molotov en la mano, aguantó un breve instante, unos segundos nomás, hasta que
no resistió más y la dejó caer entre sus pies y los de su cómplice, que también
parecía moverse frenéticamente, como poseído.
Sin
poder impedirlo, el apicultor, agotado, se entregó al cansancio y el ojo
finalmente se cerró, pero el reflejo de las llamas calcinando los cuerpos de
los sicarios se mantuvo vivo en él por un tiempo indeterminado, para ir, luego,
extinguiéndose lentamente, hasta desaparecer.
Despertó
y se sorprendió para bien. Al hacer la prueba de vida descubrió que ya nada le
dolía.
……
Gabriel Molinero