martes, 5 de diciembre de 2023

La rebeldía de las colmenas

El ruido del paso del tren y su persistente bocina reactivó el conocimiento del apicultor luego de una ignorada cantidad de horas en las que estuvo aparentemente desvanecido.

Los sistemas que comandan los sentidos del organismo intentaron darle a su perturbado cerebro un panorama de la situación. Prevalecía el dolor, un intenso dolor. Debajo de éste se acumulaban otras sensaciones secundarias que fue identificando una a una.

Al cuerpo entero, que involuntariamente quedó en una posición decúbito lateral derecho, lo percibía rígido y congelado, siendo esto lo esperable debido al contacto con el piso irregular y terroso de su propio galpón, donde estaba tirado, abrazado por una absoluta oscuridad.

Sentía entumecida y extremadamente pesada la cabeza. En el cuero cabelludo estimaba que había heridas abiertas ya que detectaba el pelo endurecido y húmedo en sectores desde donde, de a ratos, fluían latidos dolorosos. Intuía todo eso, ya que no podía tocarse.

El brazo izquierdo, al menos desde el hombro hasta su sector medio, lo advertía reposando apoyado normalmente sobre el perfil de su cuerpo, pero una señal desconocida, un sentir indescifrable, le indicaba cierta anomalía en la parte baja a partir del codo, a la que notaba colgando hacia atrás, sobre la espalda, doblada en el sentido opuesto al que puede doblarse esa articulación en forma natural, salvo, claro está, por la aplicación de una fuerza extrema o un traumatismo violento. A pesar de ello, envió dos o tres veces la orden cerebral de intentar moverlo, de las cuales solo obtuvo punzadas dolorosas profundas.

El brazo derecho le parecía íntegro, pero había quedado bajo el peso de su propio cuerpo, transformándolo en una barra rígida que parecía estar desconectada de él.

A las extremidades inferiores las detectó tiesas, lejanas, ajenas, inmanejables, pero, al parecer, sin heridas.       

Desorientado, se empeñó en discernir cuánto tiempo hacía que estaba allí. Lo inundaba una sensación imprecisa de que el tiempo transcurría y no podía registrarlo. Algo le decía que su ser fluctuaba entre períodos de duración desconocida donde se adormecía, se despertaba, se adormecía, se despertaba.

En cada adormecer su mente era invadida por sueños complejos que desparramaban imágenes presentes y antiguas, reales e imaginarias, estáticas y animadas, entreveradas; aparecidas desde un punto profundo y luminoso del interior de la cabeza y que buscaban salir a través de los párpados cerrados, como un lahar inquieto, lleno de recuerdos, de palabras a decir, de perdones a pedir; un lahar desesperado, que todo lo quema al pasar, procurando llegar a un mar amplio, sereno, libre de tempestades.

Luego de varios despertares confusos, comenzó a dedicarle un rato inmediato a cada uno de ellos para verificar si seguía vivo o si ya había fallecido, y, por ende, si esto último había sucedido, tener la certeza que en ese preciso momento estaría viviendo, -o mejor dicho muriendo-, los acontecimientos que inician al fenecer y que solo algunos pocos afortunados habían tenido la suerte de atestiguar en algún que otro libro, revista o programa de televisión, luego de afirmar, sin mayor prueba que sus palabras, que habían revivido.

Todos coincidían que una luz blanca y potente brillaba en el extremo opuesto de un túnel y los atraía con una fuerza invisible e inusual. Para ello, para comprobar si alguna de esas luces vistas en los períodos de adormecimiento era, al fin, la muerte, probó y descartó varios métodos en cada aparente despertar.

El primero que desechó fue el de la visión. En el caso de que hubiera podido abrirlos, sus ojos tendrían cierta dificultad para recabar indicios que dieran fe de su estado de vida, ya que estaba inmerso en la negrura de la habitación más descuidada de su casa ubicada en las cercanías de Saldungaray.

En ese recinto había poco mobiliario. Solo una estantería destartalada donde acumulaba herramientas oxidadas junto a la caja medio desfondada y polvorienta de las fotos familiares. También, desparramados en el piso, uno al lado del otro, se llenaban de telarañas un sinnúmero de trastos viejos e inútiles que generalmente se acumulan en cualquier vivienda.

Arriba, colgados de las vigas, permanecían los ganchos vacíos donde ponían a secar los chorizos caseros que elaboraban con su esposa todos los años, en julio, cuando aún vivía, siendo ésta la causa de que las ventanas estuvieran puntillosamente obturadas, ya que debían prevenir que ningún rayo de sol afectara la calidad de los embutidos.

El segundo procedimiento que tuvo que excluir fue el de la escucha. Lo hizo ya que se le dificultaba determinar si las voces de los hombres y otros ruidos que le llegaban a los oídos desde ambientes cercanos estaban sucediendo en ese mismo momento o eran solo un engaño más de su mente extraviada, confundida, que no se cansaba de parir imaginaciones que incluían, también sonidos.

Los diálogos que a veces escuchaba con tonos elevados y tensos le parecían reales, pero se entremezclaban con otras conversaciones mantenidas con sus hijos cuando aún venían a verlo luego de enviudar. Prevalecía una animación cíclica en la que se veía él mismo diciéndoles en tercera persona: “¡che!, ¡cada vez más salteadas las visitas al viejo!, guarda que en cualquier momento le sale el pleno en la ruleta de Salamone y para verlo van a tener que ir al cementerio. ¡Pasen nomás, ni golpeen, ahí lo estará esperando junto la vieja!”.

Luego de los intentos fallidos de la vista y el oído, se convenció que lo más eficaz era intentar moverse, ya que al hacerlo el dolor que lo recorría era muy intenso, aún más que el producido por la descarga eléctrica que la vieja heladera alguna vez le dio. Tal situación de tormento lo alejaba del pensamiento de que estaba muerto. “A los finados no les duele nada” pensó, y con esa simple deducción, dio por cerrado ese ciclo investigativo, para, un lapso de tiempo después, iniciar otro.

Es que el apicultor, aunque flotaba en un agitado mar de confusión, pudo determinar que no se encontraba en sus cabales. El reloj interno de su cuerpo arruinado ya no era confiable y lo desesperaba no poder ubicarse temporalmente. La pregunta de cuánto tiempo hacía que estaba allí lo recorría incansablemente.

Por alguna causa desconocida se instaló en su pensamiento la duda sobre el tren y su persistente bocina que hacía un rato lo había reanimado. Desconfiaba del paso de ese tren. ¿Pasó realmente o tan solo fue un engaño de su mente perturbada? ¿Sería el de la tarde? Quizás había pasado hacía pocos minutos. O tal vez horas. O tal vez había pasado ayer. “Seguramente fue uno de carga”, pensó no del todo convencido. Circulaban todos los días menos los sábados y los domingos. Uno a la mañana y otro a la tarde, llevando contenedores y tolvas pedreras entre Bahía Blanca y Olavarría.

Consolidó su pensamiento por la parsimonia de los tacatac tacatac producidos al pasar las ruedas sobre las uniones de los descuidados rieles. Cada tacatac tacatac que escuchaba era un vagón que pasaba frente a su casa. Los trenes de pasajeros tienen a lo sumo diez vagones y al qué pasó le pareció contar unos cincuenta, o tal vez sesenta, no estaba seguro de la cantidad de vagones, pero sí lo estaba en que era de carga; se lo dijo una y otra vez a sí mismo, hasta que, en un instante de presunta cordura, se preocupó profundamente por el estado de su cerebro al darse cuenta que ese análisis de los trenes fue un sinsentido, ya que recordó, decepcionado, que el de pasajeros no corría desde mediados del año 2016, luego de ser clausurado por el desgobierno de turno justificándose en la desatención y falta de mantenimiento de otros desgobiernos anteriores.

Ignoraba el porqué de esa confusión. Tal vez el traumatismo de cráneo lo estaba llevando de acá para allá entre el pasado y el presente sin dejarlo discernir entre lo real y lo imaginario. Pero no estaba seguro.

Buscó en su mente alguna señal, algún indicio concreto, creíble, que lo ubique temporalmente. Lo pudo hacer al recordar las hojas impresas del diario digital obtenidas en la librería del pueblo hacía una veintena de días. Las tenía presentes ya que las leía detenidamente cada mañana mientras mateaba. El artículo informativo estaba fechado el 4 de enero de 2033.

Éste logro le permitió sentir una leve satisfacción que se diluyó rápidamente hacia una intensa decepción, al darse cuenta de que habían pasado diecisiete años desde que circuló el último tren de pasajeros y no podía entender cómo su mente, seguramente dañada por las lesiones recibidas, por momentos representaba la imagen de ese servicio aún funcionando y la mezclaba con un recuerdo intenso de la vida que fluía en la Estación de Sierra de la Ventana del ramal Vía Pringles en esa época.

Rememoró que la mayoría de los viajeros llegaban mucho tiempo antes del arribo del tren nocturno hacia Plaza Constitución. Hasta una hora previa al momento anhelado ya se los veía por el andén de la estación ubicando sus equipajes sobre el piso de piedra laja azulada. Los niños preocupaban a sus madres y a sus padres al asomarse repetidamente a la vía mirando impacientes hacia el sur. En un murmullo tumultuoso que flotaba sobre la estación se entreveraban conversaciones, gritos, recuerdos, cuidados y agradecimientos. Las lágrimas caían inevitables en el último abrazo movilizado por el silbato de la locomotora al recorrer, oculta, la curva previa revestida de álamos que se iluminaba como un amanecer.

Al arribar el tren se desencadenaba una nueva ola inmensa de emociones. Quienes esperaban la llegada de algún familiar, algún amigo o algún amor, seguían atentamente el paso lento de las ventanillas mientras se iba frenando la formación, para comenzar a trotar sonrientes y saludar felices al encontrar la mirada esperada detrás del vidrio. Entre cinco y diez minutos duraba el torbellino frenético de personas, bolsos y valijas; bajando y subiendo. Otro abrazo rápido, otro beso fugaz, otra lágrima triste y otra feliz. De nuevo el silbato de la locomotora, el acelerar de sus motores y un instante después, mientras el último vagón atravesaba el Puente Negro sobre el Río Sauce Grande para perderse en la curva ascendente hacia Peralta, el silencio se adueñaba nuevamente del andén vacío y las lechucitas del terraplén volvían a salir de sus madrigueras.

El último recuerdo lo mantuvo ensimismado hasta que desapareció tan inexplicablemente como había llegado. Luego volvió a perturbarse profundamente ante los segundos, los minutos y las horas que pasaban sin que pudiera dimensionarlos.

De repente le llegaron nuevos estímulos que venían del exterior y se volvió a esforzar para intentar interpretarlos, tamizarlos, separando lo real de lo imaginario para lograr ubicarse temporalmente.

Comenzó a pensar que estaba transcurriendo la tardecita cuando el olor de la quema del basural a cielo abierto del camino vecinal empezó a sentirse en el aire como todos los días hábiles de la semana. Siempre sucedía después de la descarga del último camión, donde los desahuciados buscadores de metales iniciaban fogatas entre los residuos para obtener la mísera recompensa al caer el sol.

Al escuchar la sirena corta de los bomberos voluntarios de Sierra de la Ventana se estremeció. Era martes. Solo los martes sonaba así, breve, única, convocando a los integrantes del cuartel a la reunión semanal. Entonces hacía un día y medio que estaba tirado allí, aterido, lastimado, milagrosamente vivo.

Entonces hacía un día y medio desde que había escondido, con mucho esfuerzo y trabajo, las colmenas en el cerro.

Entonces hacía un día y medio desde que había puesto en marcha la decisión de excluir, a partir de ese momento, las conductas amables, las actitudes correctas y el posicionamiento mediador anti conflictivo que lo caracterizaba.

Entonces hacía un día y medio desde que se había prometido ya no ofrecer la otra mejilla; prohibiéndose aplicar “lo cortés no quita lo valiente”; fortaleciéndose para superar los miedos a las represalias; y convenciéndose de que ya no permitiría recibir ninguna humillación más.

Hacía un día y medio desde que había decidido mandar todo a la mierda y decir: -¡mis colmenas no serán de ellos!-.

Pensó que tal vez hubiera sido necesario mandar a la mierda hace rato a varias personas u organismos que se le cruzaron por su vida.

Aunque dentro de sí hubo siempre un fuego que emanaba alguna chispa de descontento cuando era blanco de actitudes negativas u ofensivas, no contenía la suficiente energía para reaccionar fuera de los límites que las actitudes correctas le imponían, dejando entonces que las humillaciones se fueran acumulando en su interior en un espacio que con el paso de los años resultó insuficiente y simplemente se colmó.

Hasta el momento en que ese fuego desacatado comenzó a crecer, consideraba a las humillaciones recibidas no como tales, sino como eventos desafortunados que se le habían presentado a lo largo de los años de su vida y sencillamente los había aceptado. Algo así como el precio que hay que pagar por la realidad que le toca a uno transitar agachando la cabeza: los helados que no pudo comprar en la escuela primaria; ser el único al que la maestra le regala el libro que el resto de la clase pudo pagar; las mismas zapatillas, siempre de cuero, negras, duras; la misma pilcha, siempre amplia, simple, barata; decirle “Señor” y “Señora” a quienes su mamá le fregaba los pisos limpios y lavaba su ropa numerosa y colorida; la hiperinflación; las deudas; los gobernantes; las devaluaciones; los impuestos; algunos compañeros de trabajo; algunos superiores; algunos familiares; la obra social; el sindicato; el banco; el organismo de previsión social.

En un momento sintió en la boca, además de la sangre seca y algunas partes de los dientes que no pudo escupir, el sabor amargo de una bronca intensa, una decepción terrible, al instalarse en su cabeza el pensamiento de que se había confiado, descuidado, dormido. Subestimó a la multinacional. No pensó que implementarían tan rápido los métodos extremos que aplicaron sobre él. Durante un tiempo de aparente victoria, había esquivado trabajosamente todos los acosos legales y políticos. En ese lapso enviaron, para convencerlo, a policías de variados escalafones, gestores, abogados, escríbanos, concejales, el juez de paz, el cura y hasta el propio intendente.

En cada embate les firmó en disconformidad y rechazó todas las citaciones, actas, telegramas, solicitudes de allanamientos y permisos de requisa que le presentaron para acceder al apiario y fumigarlo.

Con el transcurso de los acontecimientos, el apicultor fue detectando un sutil pero constante incremento de malos tratos propiciados hacia él por los interlocutores enviados desde la empresa, y, sabiendo que Syngente jamás daría por perdida la guerra, comenzó a pensar un plan B, una salida alternativa.

Ya con el pleno convencimiento de que tarde o temprano, al agotar los artilugios digamos, civilizados, la compañía transnacional volvería nuevamente por él y por su colmenar, con otro tipo de estrategias, más duras, más contundentes, es que planeó lo que planeó, para que al fin, cuando llegara ese momento, las abejas y su persona ya estarían a salvo, en otro lugar, lejos de allí.

Casi todas las partes del plan se habían cumplido exitosamente. Eligió un buen lugar para ocultar las colmenas en una quebrada más chica que grande en el Cerro Blanco, en su ladera que mira hacia el este. En ese lugar descansaba cuando de chico recorría aguas arriba el arroyo San Bernardo, buscando chapuzones refrescantes en los piletones cercanos a su naciente en el Cerro Tres Picos.

El espacio breve, acotado, presentaba un sector llano que no se veía desde la lejanía al estar bloqueado por formaciones rocosas de formas caprichosas y una frondosa población de cola de zorro. En su parte posterior se elevaban paredes de rocas blanquecinas que lo protegían del viento frecuente del noroeste.

Pacientemente y con mucho esfuerzo, envolvió con una vieja sábana de a una por vez las colmenas y las cargó por un sendero de unos ciento cincuenta metros, prácticamente inexistente, olvidado, desde la oxidada tranquera donde terminaba el antiguo camino a la cantera hasta el pequeño terreno pedregoso en el cual ubicó apretadamente, una junto a otra, las diez cámaras de cría que llevó bien temprano, antes del amanecer, minutos previos al momento mágico donde las abejas, movilizadas por el llamado silencioso del día y del sol, comienzan a volar en busca de néctar, polen, agua y propóleos, cumpliendo así la milagrosa tarea de polinizar cientos de especies vegetales de las que luego obtendrán alimentos otros cientos de especies, entre ellas, los humanos.

Pero, casi al final de todo lo planificado, algo salió mal. Al volver a su casa a buscar las pertenencias básicas para desaparecer por un tiempo, se encontró con dos matones encapuchados y con el cañón del revólver que empuñaba uno de ellos apuntándole a la cabeza.

Escondieron el auto atrás, así que entró confiado. Lo esperaron cómodamente sentados en el comedor y degustando variados alimentos que sustrajeron de su alacena. El mate sobre la mesa con la yerba húmeda y oscura le indicó que matearon y comieron de lo lindo para matar el tiempo y el hambre. El primer plato fue un salame picado grueso y pan casero de los cuales quedaban nada más que los hilos, la tripa seca y las migas entreveradas con pedacitos de la corteza.

En el momento de su llegada ya estaban degustando el segundo plato: maníes con cáscara y olivas negras, siendo ambos productos empujados al estómago con la ginebra que el apicultor guardaba obsesivamente para ocasiones especiales que nunca sucedían.

Por un instante no analizó la gravedad del asunto, y, en vez de recurrir al miedo como emoción protagonista, dejó fluir primero cierta frustración al ver a sus dos perros bravos, rápidos cazadores, mordedores compulsivos, temibles guardianes, echados dócilmente a los pies de quienes, unos minutos después, comenzarían a ocuparse salvajemente de él, para dejarlo luego tirado en el galpón, donde permanecería por varios días, envuelto en la oscuridad, el frío y el dolor.

Los dos canes ni movieron la cola al verlo, solo atinaron a levantar levemente la cabeza por un instante para volverla a bajar de inmediato cuando el más cercano de los hombres golpeó levemente el piso con el pie mientras los miraba fijamente, demostrando una absoluta autoridad sobre los animales que desconocieron totalmente a su ahora, ex amo. En ese movimiento, uno de ellos detectó algunos mendrugos que habían quedado bajo su cabeza y los engulló con una rápida lamida sobre el piso. El apicultor, algo anonadado, luego de un lapso breve de silencio, intentó reprocharles esa conducta desleal a los perros, pero un fuerte e inesperado culatazo lo dejó sin palabras y sin conocimiento.

Los tipos en el comedor hablaban en voz alta y discutían fuerte, arrastraban las sillas, golpeaban la mesa, se insultaban; dando la sensación que su estado de violencia permanente estaba aún más exacerbado que lo normal; tal vez por la ginebra. Por momentos parecía que se tomarían a golpes. Al parecer no les preocupaba en absoluto de que los escuchara el apicultor, como si estuvieran seguros de que no podría este buen hombre repetir a nadie, a ninguna persona, nunca jamás, lo que hablaban. Por momentos usaban palabras clásicas del ambiente marginal y en otros de la jerga policial. Y eso era realmente bastante preocupante, sabiendo que ambos oficios y sus correspondientes lenguajes tienen múltiples puntos en común. -El natalia natalia no canta turco, alto ablande le apliqué, pero no canta-.

Y el matón hablaba con conocimiento de causa, ya que la última golpiza había sido brutal. Las otras también lo fueron, pero en ésta, ante otro frustrado intento de que le indicara donde ocultó las colmenas, lo golpeó con un pedazo de madera que encontró en un rincón del galpón directamente sobre el último ojo que le quedaba medianamente sano, el derecho. A partir de allí sólo distinguió trazos indefinidos con él, sombras recurrentes rojizas que se movían enloquecidas y desaparecían como el sol en los atardeceres detrás de los cerros, ocasos que tanto disfrutaba cuando recorría el colmenar. Pensó, “qué imbécil, por algo está donde está. Cómo pretende que indique lugares en un mapa si durante horas estuvo deformándome el rostro a puros golpes, primero con las manos abiertas, luego con los puños y por último con objetos contundentes”.

Del ojo izquierdo hacía rato que no percibía imágenes, ni una tenue luz. Del derecho tenía, hasta ese momento, alguna esperanza de no perderlo; pero el maderazo fue certero, le dio de lleno con uno de los cantos de la madera y sintió que algo estallaba dentro. “Que incompetente”, volvió a reflexionar para sí, “ya no tendrá esa información de mí, imposible”. Por un momento fantaseó, inocentemente, que quién lo contrató había desperdiciado su dinero. Siempre fue un ingenuo. La gente de las multinacionales nunca desperdicia su dinero, menos aún para estos menesteres, para los cuales, generalmente, no usan el suyo.

Durante la última discusión escuchó, en la voz del mismo hombre que le reventó el ojo, preguntarle enojado al que parecía superior, quién era este ñato que tanto trabajo les estaba dando, -¡sí parece un croto, un cuatro de copas!-.

-¿Desde cuándo preguntan los pirinchos?-, sentenció el jefe con cierta burla, haciendo una pausa y agregando de inmediato, -¡los pirinchos reciben el trabajo, ejecutan y se olvidan! ¡No importa si es un ricachón o un tirado como éste!-.

Al escuchar el apicultor el diálogo primitivo de los matones, no pudo dejar de pensar, que si hubiera podido abrir la boca, les habría explicado de buena gana la situación. 

Les habría dicho que, por incompetencia en el mantenimiento del registro de apicultores del municipio, su nombre aún permanecía en él, a pesar de que hacía dos años que había presentado el formulario correspondiente para solicitar la baja.

Hubiera agregado que en dicho documento extraviado en la brisa invisible de la burocracia explicitaba, con carácter de declaración jurada, que ya no tenía doscientas cincuenta colmenas, las cuales vendió por la imposibilidad de continuar trabajando con ellas por ciertos adelantos de fragilidad que la salud de su cuerpo le fue anunciando al llegar a los sesenta y cuatro años, quedándose entonces, solo con diez, una cantidad adecuada para obtener los nobles productos melarios a una escala familiar, para consumo propio.

Imaginó entonces, acatando un pensamiento altamente optimista y profundamente iluso, que los tahúres, luego de esas palabras, estando movilizada su curiosidad y el instinto de aprendizaje civilizado, continuarían con las preguntas: -¿Y por qué quieren encontrar sus colmenas? ¿A qué se refieren con fumigarlas?

Si pudiera hablar les diría, antes de contestar esas dudas, que coincidía totalmente con la opinión formulada por ellos en la discusión previa, ya que con una rápida mirada sobre su persona y el lugar descuidado y desordenado, se detectaba que estaba en una situación personal muy deteriorada, a la que ellos comparaban con “un croto, un cuatro de copas, un tirado”.

Es que en los últimos años, este buen hombre, el apicultor, comenzó una debacle anímica que inició con el fallecimiento de su esposa, se profundizó con los cíclicos períodos negativos de vaivenes económicos y se expandió como una nube negra sobre todo su ser ante el hostigamiento por el colmenar. Así su carácter se fue enrareciendo hasta, sin quererlo, generar el alejamiento de sus afectos y amistades, entre ellos los hijos y sus nietos, que ya, ni de vez en cuando, venían a verlo o lo llamaban.

Por la inflamación de la boca intentó, pero no pudo, reír levemente, al caer en la cuenta de que sus noches normales, previas a la violenta jornada, venían paulatinamente presentando inestabilidades similares a las producidas por la terrible golpiza, no en el mismo grado de saña e intensidad pero parecidas: períodos cortos de sueño, actividad interminable de pensamientos, voces, imágenes, recuerdos tristes, dolor de panza intenso, agudo, intermitente y la pregunta constante de para qué seguir así.

Si hubiera podido hablar, y si los delincuentes hubieran formulado realmente esas preguntas, les habría sugerido que lean la hoja impresa que asomaba de la carpeta negra donde guardaba informaciones y noticias relacionadas con la apicultura. Allí estaban todas las respuestas a todas las preguntas que nunca hubieran hecho estos primitivos seres. A simple vista podía leerse el título resaltado con letras de mayor tamaño y negrita del artículo impreso bajado de uno de los diarios digitales locales:

Sierra de Ventana, 04 de enero de 2033.

Colmenas rebeldes.

Un apicultor ventanense se opone a que sus colmenas sean fumigadas.

Desde la aprobación del girasol "Androxfértil", la multinacional Syngente, con el incondicional apoyo del Ministerio de la Abundancia, continúa avanzando a paso firme en la fumigación con ShieldBee a los colmenares de la zona núcleo que abarca las provincias centrales del territorio argentino. El objetivo es impedir que las abejas se acerquen a sus cultivos y contaminen con polen natural el proceso de fertilización del girasol, el cual, ahora, es totalmente artificial y autónomo, no requiriendo polinización entomófila, siendo esto entonces un hecho indeseado que afecta notoriamente la producción y por lo tanto se hace prioritariamente necesario evitar. Según la empresa, este evento transgénico asegura una mayor calidad y cantidad de producto a cosechar, lo cual contribuirá a resolver la falta de alimento en el mundo.

El gas ShieldBee que se fumiga dentro de las colmenas a través de sus piqueras, produce un cambio hormonal en las reinas -y por ende en toda su descendencia- que genera un comportamiento de no acercamiento a los girasoles de la nueva variedad genética, sin afectar significativamente la tarea de polinización de otras especies vegetales, tal lo reflejan los resultados de minuciosos estudios de laboratorio realizados por el cuerpo de científicos e investigadores de la empresa.

Las organizaciones apícolas se opusieron duramente a la medida y presentaron reclamos judiciales en las distintas instancias hasta llegar a la Suprema Corte de Justicia, obteniendo sentencias desfavorables en todos. A raíz de ello, han elevado su reclamo a la Corte Internacional de Justicia, la cual aún no ha dictaminado sentencia.

Desde el Ministerio de la Abundancia informaron que dentro de 45 días vence el plazo de la intimación realizada a dichas organizaciones para que acepten las condiciones del nuevo evento transgénico y permitan la aplicación del gas en las colmenas de sus asociados, so pena de perder las habilitaciones y permisos de comercialización y exportación de miel.

Por otro lado, el vocero oficial de la Policía del Pensamiento dejó trascender que en las últimas semanas han sido informados sobre el surgimiento en diversos puntos del país de pequeños grupos apicultores rebeldes que habrían decidido no acatar la medida y estarían trabajando clandestinamente con sus apiarios, a los cuales, aclararon, combatirán con todo el peso de la ley.          

Continúa en la página 2.

La puerta que comunica al comedor se abrió de golpe y la luz de la lámpara, al ingresar veloz en la oscuridad plena del galpón, iluminó el cuerpo inerte del hombre que se sacudió leve y dolorosamente ante la sorpresiva pero esperada situación. -Vení gil-, dijo uno de los matones mientras lo tomaba de los brazos, a la altura de las muñecas, para arrastrarlo hasta el auto que esperaba afuera. El movimiento de los brazos estirados hacia atrás lo sumergió en un dolor tan profundo que sintió por un momento que perdería el conocimiento nuevamente, pero resistió. A través de los párpados cerrados involuntariamente, bloqueados por la hinchazón de las contusiones, le pareció ver cierta claridad que atravesaba la delgada piel que los conforma. Sintió los ruidos apagados de sus articulaciones al estirarse al máximo. Padeció nuevos golpes en su cabeza al atravesar los desniveles de las puertas que volvieron a producir hemorragias en las heridas recientes. Cuando lo arrojaron dentro del baúl percibió, junto a un intenso olor a nafta, la humedad tibia de la sangre sobre la cara.

Apresurados por la puesta del sol que ya estaba ocurriendo, y sin mostrar ninguna contemplación por el frágil estado de salud del apicultor, transitaron con una velocidad excesiva el camino rural hacia el punto indicado en el mapa satelital, luego de obtener la ubicación en el historial de rutas de su teléfono celular que había quedado en la guantera de la vieja camioneta, donde siempre andaban dando vueltas abejas atraídas por los restos de miel y cera que quedaban en el piso de la caja. Al aparato lo encontraron al hacerlo sonar varias veces luego de marcar el número que les había sido facilitado por los autores intelectuales junto con otros datos necesarios para el cruento trabajo. Renegaron un rato con la contraseña de cuatro dígitos hasta que descubrieron que estaba escrita en un papelito borroso entre la vieja funda y la tapa trasera del aparato.

Entre dolorosos sacudones y golpes al chocar con los interiores del baúl, el hombre pudo oír por momentos la clásica voz artificial con acento español del GPS dar las indicaciones a los malvivientes para llegar al lugar. Cuando el auto disminuyó la velocidad y escuchó "a cincuenta metros encontrará su lugar de destino" extendió hacia arriba el brazo menos dañado con un esfuerzo sobrehumano y se tomó de uno de los refuerzos internos de chapa de la tapa para dificultar su apertura y resistir lo que venía.

La reacción de supervivencia fue resuelta sin dificultades por los delincuentes que en un santiamén abrieron el baúl sumando sus fuerzas. Como reprimenda, aprovechando que lo tenían servido en bandeja, acostado y totalmente indefenso, le aplicaron otra dosis de golpes a discreción por todo el cuerpo, tratando de impactar en lugares donde aún no lo habían hecho, pero también reforzando las contusiones y cortes de golpizas anteriores hasta que, al no escuchar más gemidos y detectar en sus propios puños que el cuerpo se había vuelto una masa inerte, entendieron que continuar era un esfuerzo inútil ya que el apicultor había perdido el conocimiento.

En el siguiente despertar no hizo falta que realizara la prueba de vida, ya que, inexplicablemente, el ojo derecho quedó levemente abierto a causa de la última paliza, permitiendo que ingresara algo de luz del crepúsculo de la tarde. Demoró unos segundos en hacer un precario foco de las imágenes cercanas mientras pensaba en lo resistente que es el cuerpo humano. Lo primero que vio fue la parte de atrás de la colmena roja, la brava. Si hubiera podido hablar, les habría dicho a los matones: -¡no no, acá no, lejos de la roja!-.

Las abejas de esa colmena siempre presentaron un sentido de territorialidad muy marcado, excepcional.

Capturado en un poste de alambrado sobre el camino que rodea al lago del embalse Paso de las Piedras, este enjambre, al contrario de otros, desarrolló obreras que se defendían con un énfasis poco frecuente en comparación a la conducta que generalmente se encuentran en los apiarios de la zona. Las abejas integrantes de esta colmena, la roja, reaccionaban enseguida, en numeroso grupo y con una marcada belicosidad para defender el espacio donde viven.

Por eso el apicultor, ahora tendido al lado, la había pintado de rojo, un rojo que se podía ver claramente a la distancia y también en la cercanía íntima que su cara lastimada mantenía casi tocando las maderas que él mismo acomodó sobre ladrillos, para separarlas del piso y disminuir las posibilidades de que insectos u otros animales no deseados ingresaran a la cámara de cría.

El pequeño túnel algo sombrío formado por el piso de la colmena y los ladrillos de apoyo le permitió, al igual que cuando uno mira a través de un caño o un tubo, discernir, aunque sin demasiado detalle, la actividad frenética, nerviosa, desordenada, que las abejas mantenían del otro lado, en la piquera, al percibir, con su instinto milenario, una contundente amenaza para su subsistencia, representada, por un lado, en el cuerpo del apicultor tirado detrás del nido, pero, principalmente, en los otros dos humanos que a poca distancia realizaban movimientos bruscos, desordenados y emitían sonidos de elevada potencia.

 Uno gritó: -¡gil!, a vos y a tus abejas no los vamos a fumigar, por el laburo que nos dieron se merecen mecha, ¡y mecha le vamo’a dar!-.

Debido al daño en la visión, no podía enfocar plenamente a media distancia, pero, ante la amenaza escuchada, agudizó a más no poder el ojo que funcionaba mínimamente hasta que vio, contrastando en la imagen grisácea y borrosa, la chispa inicial de un encendedor que en dos o tres intentos después prendería la mecha de trapo de una especie de bomba molotov creada rápidamente, ahí mismo, para aniquilar a sus abejas y a él en un solo intento.

La llama generada creció presurosa, y aunque fue pensada para destruir y borrar de la faz de la tierra a una parte de sus seres, también, involuntariamente, movilizó el gen de la supervivencia, de la rebeldía, la del hombre y sus abejas.

Al notar el apicultor que la flama, aún en la mano del sicario, comenzaba a acercarse, empujó, con su brazo derecho, la colmena, la roja, mediante una energía remanente, almacenada en repositorios profundos y desconocidos del organismo, hasta hacerla volcar hacia adelante, lentamente, perdiendo primero su techo a mitad de la trayectoria y luego, al impactar con el piso de piedra, la entretapa, que aún no estaba completamente unida con propóleos al alza.

La colmena, la roja, ahora totalmente abierta, con sus panales centrales colmados de crías expuestos a la intemperie y a las amenazas, dirigió miles de abejas obreras hacia los hombres que, estando ya prácticamente ubicados de frente a ella, comenzaron a dar manotazos y gritos al encontrarse envueltos por la nube zumbante de insectos y sus aguijones.

Con el ojo que nuevamente empezaba a cerrarse, pudo ver, que el sujeto con la molotov en la mano, aguantó un breve instante, unos segundos nomás, hasta que no resistió más y la dejó caer entre sus pies y los de su cómplice, que también parecía moverse frenéticamente, como poseído.

Sin poder impedirlo, el apicultor, agotado, se entregó al cansancio y el ojo finalmente se cerró, pero el reflejo de las llamas calcinando los cuerpos de los sicarios se mantuvo vivo en él por un tiempo indeterminado, para ir, luego, extinguiéndose lentamente, hasta desaparecer.

Despertó y se sorprendió para bien. Al hacer la prueba de vida descubrió que ya nada le dolía.

……

Gabriel Molinero

sábado, 10 de abril de 2021

Tren nocturno a Bernardo de Irigoyen

Bernando de Irigoyen es un pueblo agropecuario de la zona central de la Provincia de Santa Fe, distante unos cien kilómetros hacia el norte de Rosario. La vía del Ferrocarril Mitre, ramal Buenos Aires a San Miguel de Tucumán, lo atraviesa de inicio a fin, dibujando una línea recta, firme, perdurable, como esas cicatrices que a veces quedan en los vientres maternos luego de dar a luz. Es que este pueblo, de esencia inmigrante, al igual que todos los que lo anteceden y preceden, nació a partir del paso de las vías férreas, destinadas a llevar y traer los frutos de la tierra y las almas y manos de aquellos que la trabajaban.

Las manos de mi papá, Ángel Molinero y las de mi mamá, Amalia Osti, fueron parte de las que labraron esa tierra santafesina, ya que nacieron, se criaron, se conocieron y se casaron allí. Luego la vida los llevó hacia otros lugares, donde también dejaron huellas y echaron raíces, como ser la Rosario cercana o los pagos, algo más lejanos, de Ingeniero Maschwitz en la provincia de Buenos Aires. En este último lugar, exactamente en el Hospital de la localidad cabecera Belén de Escobar, nací yo, Gabriel Ángel Molinero, el 26 de agosto de 1969.

En mi niñez y parte de mi adolescencia, más o menos entre los años 1975 a 1985 tuve la suerte de disfrutar plenamente de Bernardo de Irigoyen. Allí, mis familiares cargados de afectos, entre ellos tías, tíos, primas y primos, me recibieron en sus hogares.

A Irigoyen siempre llegaba en tren. Es que mi papá, apodado en esa zona como "El negro", era empleado ferroviario. El aspecto geográfico del apodo lo aclaro ya que cambiaba según la zona o localidad donde se aplicaba. En el barrio Alberdi de Rosario, donde vivimos muchos años y sucedió toda mi infancia y adolescencia, le decían “Moli”, y a mí, en vez de llamarme Gabriel, me decían “Moli chico”. Pero en la zona bonaerense de Ingeniero Maschwitz, donde también transcurrieron años de nuestras vidas, lo apodaron "Siete tiros". 

Al igual que todos sus compañeros de trabajo ferroviario, mi papá era beneficiario de cuatro boletos gratis por año para viajes en tren, incluida toda su familia directa y, una vez agotados éstos, la empresa Ferrocarriles Argentinos brindaba también un descuento del veinticinco porciento en la compra de los pasajes. Es por ello que con mi familia hemos recorrido muchos kilómetros en los trenes de pasajeros que en esos años de mi niñez, conectaban las principales ciudades del país entre sí, incluyendo a cientos de pueblos del interior. 

Ese frecuente transcurrir entre vaivenes y traqueteos de cambios de vías, que adormecían a pesar de la ingratitud de los asientos, ese ir y venir en vagones repletos de panaderos, se fué metiendo en nuestras venas, como un virus inofensivo que se alojó en el alma y en el corazón. 

Tan fuertes han sido esas vivencias que llegaron a la segunda generación del árbol genealógico derivado de mi papá y mi mamá. El gen ferroviario también se extendió a mi hijo mayor Matías, para así permitirle hacer realidad su sueño de niño y ser hoy conductor de locomotoras.

Matías también nutrió su pasión por los trenes gracias a su abuelo materno Alberto Tramontini, padre de mi esposa Gabriela. Berto, tal era su apodo, fue un ferroviario aficionado, amigo de todo el personal de la estación Granadero Baigorria, a la cual, casi todas las tardes, llegaban de la mano ambos, nieto y abuelo,  luego de haber cruzado la calle adornada de eucaliptos centenarios, para jugar en el andén, trepar las carretillas de encomiendas y entregar la vía libre a los conductores de las locomotoras.

Hasta que tuve la edad suficiente para hacerlo solo, mis viajes en tren al campo los realizaba con mi papá, otras con mi mamá, o en algunos casos con ambos y eventualmente con una o ambas hermanas mayores, Silvia y Mónica. 

Debo reconocer que al igual que en la vida, no todo fue color de rosas en esos viajes. También hemos pasado algunos contratiempos. 

Un inconveniente que se sucedía con frecuencia es que se rompía el tren en la zona de San Lorenzo. Tal vez unos kilómetros antes, tal vez unos kilómetros después, pero siempre cerca de esa ciudad. No se encontraba una explicación lógica al hecho de que luego de partir de la estación Rosario Norte y marchar sin problemas unos veinte minutos, el tren comenzaba a perder velocidad hasta detenerse completamente en medio del campo que ardía bajo el sol. Podría decirse que una especie de Triángulo de las Bermudas ferroviario existía allí. Mi papá detectaba de inmediato si era una detención breve, por ejemplo una señal que no autorizaba el paso, o si era una causa más grave, que supongo lo entendía por la ausencia total de sonidos de parte de la locomotora. Si esto último sucedía, bajaba de inmediato del tren y yo, también de inmediato, me asomaba de la ventanilla para observarlo. Lo veía encontrarse y hablar con el guarda que siempre conocía, para luego recorrer del primer al último vagón y revisar algún dispositivo o instrumento desconocido para mí, ubicado a la altura de las ruedas bajo el piso del vagón. En algunos casos manipulaba ese elemento, agachándose bajo el tren. Reconozco que esto siempre me preocupaba un poco, imaginando que el tren arrancaba y mi papá se quedaba sin poder subir. Luego de un rato, cuando ya me había olvidado del tema, tal vez entretenido observando tejer a mi mamá, aparecía de imprevisto, se sentaba nuevamente a mi lado, y yo respiraba aliviado.

Pero en ocasiones el alivio podía durar muy poco. Solo bastaba que la detención del tren coincidiera con el día y horario cercano al paso de "La Estrella del Norte", conocido popularmente como "El Tucumano", para que se regara en el ambiente un estado de intranquilidad que movilizaba al grueso de los pasajeros. Algunos consultaban repetidamente al guarda. Otros se asomaban por la ventanilla estirando todo el cuerpo para lograr ver más allá del inicio y final del tren. Analizaban detenidamente el horizonte, rogando no ver aparecer a lo lejos la potente luz de la locomotora, atravesando el espejismo movedizo que los rayos del sol y la temperatura del aire dibujan en algunos momentos del día en la lejanía. 

En esos años "El Tucumano" era un histórico tren rápido que unía las estaciones de Retiro y San Miguel de Tucumán. Éste solo se detenía en las localidades de mayor población y circulaba a una velocidad máxima de 120 kilómetros por hora. Algunos accidentes ferroviarios graves en los cuales estuvo involucrado, ocasionaron que nadie quisiera tener un encuentro imprevisto con él. 

Afortunadamente tal situación no sucedió en mis viajes. Y la luz que alguna vez vimos venir, era de la locomotora de auxilio que acudía a sacarnos de ahí. Revivían los ánimos al moverse de nuevo el tren. Aparecían de a poco las risas desplazando a las paciencias agotadas. El paisaje se proyectaba como una película a través del marco de la ventanilla. Luego, una tras otra, las estaciones de Aldao, Andino, Serodino, Clarke y Casalegno. Apenas pasada esta última, nos preparábamos para descender en Bernardo de Irigoyen. Se bajaban los bolsos de las bandejas portaequipajes. Se guardaban en ellos las revistas leídas una y otra vez, alguna bebida, el tejido, los anteojos. Pasaban algunos minutos.  Cuando al fin la bocina sonaba, yo sabía que el tren se acercaba al paso a nivel sur para ingresar a la zona urbana del pueblo. Lentamente, tomados de las manijas de sujeción de los asientos, caminábamos algo tambaleantes hasta la zona de espera para el descenso. De a poco el tren perdía velocidad. En ese momento me encantaba asomarme con cuidado por la puerta del vagón, parado en el estribo, tomado firmemente a la barra vertical de sujeción, para observar la entrada de la formación a la estación mientras el viento me refrescaba la cara. 

Pero hubo un viaje en tren a Irigoyen con mi papá, que no llegamos a pisar el andén de la estación.

No recuerdo con exactitud la fecha de ese viaje. Pero en las imágenes que dan vueltas en mis recuerdos, me veo como un pibe de unos diez o doce años, así que podría ser el año 1979, 1980 o 1981. Mi mamá no viajó con nosotros en esa ocasión. Si hubiera estado ella presente, de ninguna manera nos hubiese permitido hacer lo que hicimos mi papá y yo en ese tren a Irigoyen.

Por algún otro motivo que desconozco de ese viaje, el tren arribó a Irigoyen ya entrada la noche. Aclaro esto debido a que generalmente llegábamos de día, pero tal vez algún atraso surgido en la zona del Triángulo de las Bermudas ferroviario que describí párrafos antes, generó la demora.

Resulta ser que unos pocos kilómetros antes de llegar a nuestro destino la vía estaba en reparación, situación que obligó al conductor a reducir la velocidad del tren a paso de hombre, es decir, entre unos cinco a siete kilómetros por hora. Mi papá, por su profesión, entendió enseguida lo que estaba pasando. O tal vez ya lo sabía desde que salimos de la estación Rosario Norte, porque es común que el personal ferroviario local esté en conocimiento de los sectores del trayecto que están en obra en la zona. Creo que esta última suposición es la más adecuada, porque no recuerdo haberlo visto dudar, o analizar en voz alta, o comentarme una mínima frase de lo que ya tenía resuelto en su mente. Solo me dijo lo siguiente, señalando, a través de la ventanilla abierta, unas luces algo lejanas de una vivienda perdida en pleno campo:

-Esa es la casa del tío Emilio. Vamos a bajar y lo visitamos-.

A continuación todo fue muy vertiginoso. Mientras yo intentaba entender la indicación dada, él, en la semipenumbra del vagón, ya había tomado la valija que estaba preparada a su lado, se puso de pié, yo lo imité, y así, casi sin otras palabras, él delante y yo detrás, comenzamos a caminar por el pasillo, entre pasajeros dormidos y un bebé que lloraba de a ratos, hasta llegar al sector de la última puerta del vagón final. El tren iba despacio, pero mi corazón no. Parecía salirse del pecho ante tal aventura que se iniciaba y que debo reconocer, me gustaba. La pobre luz interior alumbraba vagamente el balasto recién incorporado en la reparación de la vía, proyectando una sombra algo difusa del cuerpo de mi papá parado en el último escalón metálico, del cual, de inmediato, sin muchos preámbulos, con la mano derecha tomada del barral y con la izquierda sosteniendo el bolso, se bajó del tren en movimiento con una agilidad obtenida por tantos años de práctica en su trabajo, lo que hizo que cayera parado al costado de la vía y continuara caminando normalmente, entre las piedras y los primeros pastizales, como si nada hubiera pasado allí, para luego decir, mientras me miraba atento:

-Dale Gabi, ¡bajate!-.

Yo necesitaba más tiempo. Mucho más tiempo. Tiempo para pensar cómo bajar. Tiempo para entender como lo había hecho mi papá. Tiempo para tomar coraje. Mucho más tiempo. Pero no lo tenía. Cada segundo que pasaba eran unos metros más que el tren avanzaba y se alejaba de mi papá. De reojo veía como la oscuridad de la noche lo envolvía y su figura comenzaba a desdibujarse. Y entonces, salté del tren.

Tuve una breve alegría al notar que caí parado sobre las piedras, justo en el sector donde finalizan éstas y comienza la vegetación natural, pero, al contrario de lo que hizo mi papá, es decir continuar en movimiento caminando unos pasos para agotar la energía cinética transmitida por el tren en movimiento, yo afirmé mis pies en el lugar donde caí, flexioné levemente las rodillas intentando llevar todo el peso del cuerpo hacia atrás, como queriendo sentarme, actuando instintivamente para contrarrestar esa fuerza invisible que a pesar de los esfuerzos me terminó venciendo, haciendo que cayera hacia adelante, bruscamente, sobre algunas piedras, el pastizal fibroso y la tierra dura por la ausencia de lluvias que en algunas épocas del año se sucede.

De inmediato se acercó mi papá, me ayudó a levantarme y a corroborar que no hubiera lesiones graves. Por suerte no las hubo. Solo sucedieron algunos magullones y raspones en las rodillas y en las palmas de las manos que me dolieron un poco, no mucho. Esas partes de mi cuerpo estaban acostumbradas a recibir de vez en cuando algún destrato, tan solo por jugar como lo hacían los niños antes de las pantallas electrónicas, es decir trepando árboles, pateando una pelota en la canchita o saltando con la bicicleta rampas improvisadas de escasa firmeza y seguridad.

 Pasado este contratiempo iniciamos la caminata hacia la casa del tío Emilio, hermano de mi mamá Amalia. Todos mis tíos, tías y demás familiares de esa zona, lo eran por lazo sanguíneo materno. Creo que no había en Irigoyen familiares directos por parte de papá, ya que vivían en su mayoría en Rosario y otras localidades como ser San Justo en la Provincia de Santa Fé y Añatuya en la Provincia de Santiago del Estero. 

Yo no recordaba haber visitado antes la casa. Desconocía todo lo relacionado con la geografía y topografía del lugar. No sabía a que distancia estaba de la vía. Ignoraba los obstáculos que habría que vencer para llegar a la misma. Me preguntaba si habría algún arroyo que atravesar. O algún monte de árboles por donde se dificultaría caminar en esa noche que apenas se alumbraba con una incipiente luna creciente.

En cinco o seis pasos largos llegamos al alambrado que separaba el campo con el terreno fiscal aledaño a la vía. Mi papá estiró el brazo y dejó caer el bolso del otro lado, soltándolo desde unos treinta o cuarenta centímetros de altura ya que no alcanzaba a dejarlo en el piso. El ruido ocasionado alteró la tranquilidad de las vacas que estaban haciendo su vida mimetizadas en la oscuridad. Las más cercanas a nosotros reaccionaron con movimientos bruscos, dando unos pocos pasos hacia atrás o corriendo precavidas algunos metros en dirección contraria a la nuestra, desconfiando de las intenciones de estos invasores nocturnos. Yo, tal vez por la tensión generada en la aventura, no me había percatado de la presencia del ganado vacuno. A raíz de eso, la pequeña estampida me tomó totalmente desprevenido. El susto fue tan grande que sentí helarse mi sangre y por un instante se detuvo todo movimiento en mi cuerpo. Papá, al darse cuenta de lo que pasaba, estando ya del otro lado del alambrado y usando un tono de voz que transmitía calma pero también una risa incipiente, me dijo:

 -Son vacas Gabi, tranquilo que no hacen nada-. Sin demorarse más, me ayudó a pasar a través el alambrado, abriendo con sus manos los hilos intermedios por los cuales me deslicé rápidamente hacia el otro lado.

Mi papá tenía razón. Al pasar los años aprendí que las vacas son animales que generalmente no presentan hostilidad hacia los humanos, salvo algunas excepciones, como por ejemplo si están con su ternero al pié, cosa que afortunadamente no sucedió esa noche. Pero en ese momento yo no lo sabía. Y la explicación que me dió no la creí, pensando que solo me lo decía para no preocuparme. 

Atravesé el potrero lleno de vacas caminando detrás de mi papá, lo más cercano posible a él. Temeroso, pude ver que al pasar cerca, las vacas levantaban la cabeza y se quedaban inmóviles observándonos fijamente por unos instantes. A mi me parecían amenazantes, y temí que una embestida podía suceder en cualquier momento. Pensaba en salir corriendo si esto sucedía, pero no sería fácil, ya que el terreno tenía pasto de una altura tal que no permitía ver si en el piso había algún desnivel o agujeros. Cuando el pesimismo ya se había apoderado totalmente de mis pensamientos, apareció un nuevo alambrado marcando el inicio de otro campo que observé detalladamente en menos de un segundo, agudizando la vista al máximo. Al parecer no había vacas u otros animales amenazantes. No hizo falta que mi papá me facilitara el paso del alambre. Lo atravesé solo y antes que él.

Las luces de la casa ya se advertían más cerca. Faltaba poco. El campo que estábamos atravesando estaba con la tierra desnuda, recién arada, lo cual dificultaba el paso, pero, al no haber grandes animales sueltos alrededor, lo convertían para mí, en una suave pradera.

Luego de unos minutos de marcha firme llegamos al final del campo. Pasamos el alambrado y encontramos un camino de tierra que hacia la izquierda se dirigía directamente a las luces, que ya se percibían ahí nomás. Felizmente era el acceso a la casa, lo cual nos alegró, especialmente a mí, pensando que ya no presentarían otras situaciones adversas. Solo habría que caminar un poco más y comenzar a disfrutar del encuentro con la familia. Imaginaba en mi mente de niño lo que disfrutaría al día siguiente a pleno sol. Me veía alimentando a las gallinas y sus pollitos. También recorriendo los nidos de postura y juntando los huevos. ¿Tendrán caballos? ¿Me dejarán subir al tractor? 

Estas y otras numerosas preguntas iban de aquí para allá en mi cabeza infantil, mientras paso a paso avanzábamos animados por el camino hacia la casa en la que todos sus habitantes aún desconocían nuestra llegada inesperada, situación que cambió en un mínimo instante, luego de que el primer perro ladró. 

Los perros son los sistemas de alarmas más efectivos que existen. En las viviendas rurales suelen haber más de uno conviviendo con la familia o habitante del lugar. Se espera de ellos diversas tareas: compañía, entretenimiento, afecto, colaboración en algunas actividades de trabajo rural y, por sobre todas las cosas, la protección del lugar y sus bienes. Estos animales tienen la virtud de detectar mediante el oído, el olfato o la vista, cualquier mínima alteración del ambiente en el territorio que ellos determinan como propio y que generalmente es muy amplio.

Cuando el primer perro nos detectó estábamos a unos cien metros de la tranquera principal de acceso, la cual, a su vez, distaba unos cincuenta metros de la casa. Por un instante no nos preocupamos demasiado porque el tono del ladrido era algo agudo y sin demasiada potencia, como si fuera un cusquito, pero de inmediato se fueron sumando otros que eran graves y potentes, como lo hacen perros de gran porte y peso. Con papá intercambiamos algunas palabras intentando hacer un análisis rápido de la situación que hasta ese momento era satisfactoria. Los perros ladraban pero a la distancia, ocultos tras una arboleda que seguramente da sombra en el patio de la casa y a su vez hace de cortina para los días de viento fuerte. Ambos coincidimos que cuando desde la casa saliera alguien alertado por los ruidos, calmaría de inmediato a los animales e ingresaríamos triunfantes a través de la tranquera para comenzar a disfrutar el paseo.

Pero no sucedió así. Mejor dicho, una parte sucedió como lo analizamos y otra no. En efecto, ante tantos ladridos en el patio, alguien del interior de la casa abrió la puerta del frente y salió, encendiendo antes otras luces exteriores para ver claramente que estaba pasando. En ese mismo instante, como si lo hubieran planeado previamente, los perros salieron corriendo furiosos desde el patio hacia el camino en dirección a la tranquera, es decir, directamente hacia nosotros. Con la iluminación de las luces recién encendidas vimos cómo uno a uno los perros fueron apareciendo detrás del arbolado. Primero salió el cusquito. Al verlo, confirmamos que no representaba amenaza alguna. Pero no fue así con los siguientes. Detrás del pequeño, salieron dos border collie de gran tamaño, uno todo negro y el otro, también negro, pero con manchas blancas. Por último, apareció un galgo amarronado que por sus características físicas naturales, tomó enseguida la delantera en la jauría enardecida que avanzaba como un rayo hacia nosotros.

De inmediato nos dimos cuenta que solo nos quedaba la opción de resignarnos y hacer frente a la perrada. Correr por el camino no tenía sentido, ya que estos perros desarrollan velocidades superiores a la de los humanos promedios y además están acostumbrados en sus tareas rurales a perseguir animales desde atrás y era lo que probablemente hubieran hecho con nosotros si corríamos. Subirse al alambrado o a la tranquera tampoco era una medida segura, ya que tres de ellos eran perros altos, los que al pararse en sus patas traseras, alcanzaban fácilmente esa altura. Entonces mi papá me ubicó detrás suyo, me indicó que retrocedieramos unos pasos y, tomando el bolso con ambas manos a modo de escudo, se paró firme frente a la tranquera, esperando la arremetida de los perros que ya estaban a unos pocos metros.

Como un milagro inexplicable, los perros detuvieron su marcha en la tranquera, y desde tras de ella, nos ladraban enfurecidos. Ninguno la atravesó, acción que podrían haber hecho con facilidad estos animales. Pero no lo hicieron. También, al igual que la corrida inicial desde la casa cuando se abrió la puerta, daba la sensación que estaba todo organizado, es decir, llegar amenazantes hasta la tranquera para detener a los intrusos y mantenerlos ahí hasta que llegue el dueño de casa, quién justamente, venía ahora caminando desde el patio linterna en mano. Mi papá, que pudo ver la cara del hombre cuando aún le daba la luz del patio, dijo:

-¿Y este quién es?, ¿dónde nos metimos?

No hizo falta pensar mucho para darnos cuenta que perdidos en la noche erramos el camino y llegamos a un campo equivocado. El hombre, que nos apuntaba con el haz de luz de la linterna mientras se acercaba, era un vecino de mi tío.

En pocos minutos mi papá explicó la situación al dueño de casa, con el cual, gracias a Dios, se conocían. Es por ello que este gentil señor, luego de calmar los perros con un firme silbido, nos cargó en su auto y nos llevó finalmente hasta el pueblo. Digo finalmente porque antes pasamos por la vivienda correcta, la de mi tío Emilio, ubicada a unos dos mil metros hacia el norte por el mismo camino, para descubrir decepcionados, que en ese momento no había nadie allí para recibirnos. Por suerte, menos mal, que no fuimos.

Por una cuestión práctica y para no molestarlo más, le pedimos al inesperado chofer que nos lleve a la casa del familiar más cercano. Así fue que terminamos en lo de mi tío Carlos y su familia, ya que su casa está frente a la estación, a pocas cuadras del paso a nivel sur, por donde entramos al pueblo. Recuerdo el asombro de mis familiares cuando nos vieron bajar del auto. Llegamos llenos de tierra, cansados y a una hora de la noche inadecuada. Pero aún así, nos recibieron con el gran afecto de siempre. Luego de un rato, ya todos ubicados alrededor de la mesa, reíamos mientras contábamos los detalles de las peripecias vividas.

Me parece que en ese viaje, si mal no recuerdo hoy, a mis 51 años, se les ocurrió a mis primos darme una escopeta en una cañada cercana, plagada de patos, que visitamos una fría mañana. 

Recuerdo que fue una decisión equivocada.

Pero bueno, esa es otra historia.

Gabriel Molinero.


lunes, 19 de noviembre de 2018

Otro domingo en el Parque Provincial

Los papeles salieron volando inesperadamente desde el interior del monte de acacias ubicado en los primeros metros de la ladera del Cerro Ventana, frente al deck que se utiliza como mirador del cual los turistas pueden observar a lo lejos el hueco que da el nombre al monumento natural. El mismo viento fresco que los impulsó desordenados estaba en ese mismo momento trayendo algunas nubes grises desde el oeste, obligando a Manuel y Amanda a finalizar la mateada y la tarde de domingo en el Parque Provincial Ernesto Tornquist. Ambos pudieron ver como la decena de hojas blancas se desplazaban resignadas de aquí para allá, de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba, a merced del viento serrano que parecía no decidirse donde dejarlas. Ellos iban siempre allí, desde que se conocieron y descubrieron el amor un domingo de primavera, como el de hoy. Esperaban pacientemente hasta que la última persona dejara el lugar para disfrutar en soledad de las estrellas del firmamento que allí parece más cercano. El viento hizo muy bien su trabajo y desparramó por distintos lugares los papeles. Uno de ellos terminó su trayecto mediante un marcado vaivén sobre Amanda, que extendiendo los brazos levemente hacia arriba pudo tomarlo sin esforzarse. La luz del día ya no alcanzaba, pero ayudados con la linterna del teléfono celular pudieron observar el contenido que estaba redactado en un formulario prediseñado, en letra cursiva no demasiado clara, como si hubiera sido escrito rápidamente. Pequeñas gotas de lluvia comenzaron a caer mientras Amanda iniciaba la lectura en voz alta.
-Soy el Zorro gris, docente, investigador y guía de la naturaleza, cubriendo el turno del domingo 21 de octubre de 2018. Esta jornada no la olvidaré fácilmente. Hace hoy exactamente siete años que recibo a grupos de jóvenes animales de toda la región del sudoeste bonaerense en el Observatorio de la Especie Humana del Parque Provincial, con el objetivo de capacitarlos y prevenirlos de las conductas sociales negativas del hombre. Pero nunca un grupo había tenido estas características. Cuando llegaron pude detectar con una rápida mirada la tristeza en sus semblantes. Algunos de ellos parecían haber recorrido grandes distancias, ya que estaban extenuados y se observaba a simple vista laceraciones y suciedad que la travesía de varios días había grabado en sus cuerpos. Sabía que otros eran de zonas cercanas porque los conocía, aunque de algunos solo tenía una frágil imagen de sus rostros en mi memoria. Tres de ellos estaban tan juntos que parecían hermanos. Había jóvenes de mi propia especie, también de mulitas, vizcachas, carpinchos, jabalíes y ciervos; y todos, según lo informado por la Lechuza coordinadora, compartían la misma pena, eran huérfanos, buscando un nuevo hogar. De inmediato supe que debía ser muy cuidadoso con las actividades a proponer y los ejemplos a utilizar para explicar ciertas conductas humanas, ya que muchas de ellas seguramente eran las causas de las desgracias de estas jóvenes almas. La jornada de hoy agrupó una gran cantidad de humanos en el lugar, es por ello que pude explicar claramente los conceptos básicos de la organización temporal de esta especie, tema con el cual comencé la capacitación. Expliqué que el domingo es un día especial para ellos, y que la multitud se genera debido a que cada siete soles, identificados como lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo, los humanos se desplazan en gran número desde sitios que llaman ciudades hacia lugares naturales en busca de armonía y descanso, ya que según lo escuchado por nuestros cuises espías ubicados estratégicamente bajo el deck, durante al menos cinco de esos siete soles que llaman semana, los adultos humanos se dedican a trabajar, siendo éste al parecer un proceso rutinario necesario para subsistir,  al que asisten con desgano, les produce frustraciones y conflictos que muchas veces terminan generando una enfermedad muy compleja llamada estrés. Culminé el tema aconsejando a mis alumnos que es importante alejarse del camino en estas jornadas de tanto movimiento, ya que los humanos se trasladan en vehículos a grandes velocidades ocasionando accidentes a muchos de nuestros familiares. Escuché murmullos luego de estas palabras y también, me pareció, por lo bajo, algunos llantos. Para cambiar rápidamente de tema, abordé la problemática de la alimentación de los humanos. Aconsejé inicialmente evitar el consumo de restos de la comida que ellos ingieren, especialmente la que viene envasada, ya que su mayoría contiene sustancias químicas artificiales con las cuales consiguen darle el sabor, color y aroma que anteriormente se lograba con sustancias naturales. Estos productos sintéticos agregados en los alimentos están asociados a la aparición de ciertas enfermedades,-.
Amanda debió suspender la lectura y de inmediato subir junto a Manuel al automóvil, ya que la lluvia caía ahora con más fuerza, entre ráfagas intensas de viento, truenos y relámpagos. Apenas se acomodaron, cruzaron sus miradas en silencio. Ella se mostraba sorprendida, Él, incrédulo. Amanda continuó leyendo.
- Y esto no es algo que los mismos humanos desconozcan, ya que en las etiquetas de los productos se indica la presencia de estos derivados de la industria química. Lo hemos podido comprobar al analizar los envases vacíos que dejan durante las visitas los humanos, ya sea dentro de los cestos de basura o fuera de ellos, como a veces pasa, por descuido o desidia. Para continuar comenté que nuestra colega el Águila mora realizó una investigación en la cual pudo seguir los trayectos de varios residuos que debido a la acción del fuerte viento que frecuentemente sopla aquí o por la fuerza de arrastre de la lluvia, se trasladan grandes distancias, pudiendo comprobar que la mayoría de la basura termina en el río Sauce Grande. Éste es el curso de agua que luego, al desembocar en el lago del Dique Paso de las Piedras, se convierte en el lugar donde varias poblaciones se abastecen de agua para consumo humano, siendo estas localidades, paradójicamente, los lugares de origen de muchos visitantes que recorren nuestra región y no toman conciencia de que los residuos que dejan aquí, indefectiblemente los afecta también a ellos. Terminé este tema aquí y decidí dejar la problemática de los agrotóxicos para el próximo encuentro, considerando que eran ya suficientes tristezas para una sola clase. Llegó el momento del descanso. Les comenté que podrían recorrer lugar, charlar y conocerse entre ellos, pero nadie se movió. Protegidos en la frondosidad del bosque, observaron en silencio a los humanos que se movían sin parar y-.
Amanda detuvo la lectura. El texto terminaba allí pero no parecía el final del mismo. No había signo alguno de puntuación que indicara esto. Tampoco era el renglón final de la hoja. Solo podía observarse a continuación de la última letra una línea irregular de tinta de algunos centímetros que parecía hecha involuntariamente, como si se hubiera alterado por un instante el lugar de escritura por algún motivo y se escribió sin quererlo. La noche se les presentó de golpe. Al parecer ya nadie quedaba en el lugar. La tormenta mostraba ahora toda su furia, diluviando. -Nos vamos Amanda- dijo Manuel mientras ponía en marcha el auto y agregaba, -esto debe ser una broma-. Ella respondió con un breve -no sé-. De inmediato Él preguntó, -¿no pensarás que es real?- Ninguno pudo agregar otra palabra más. Al encender las luces enmudecieron ambos. Brillantes pares de ojos los observaban desde el oscuro pastizal serrano.

Gabriel Molinero.